Tuesday 2 August 2011

IV:II

I. Cuando se ama un país...

Cuando se ama un país, se ama a su gente. Para amarlos, es necesario tratar de comprenderlos, conocer sus diferencias, apreciar lo que tienen y lo que no se tiene y, para eso, basta con comprender su idioma.

En un jardín pasa lo mismo, si se quiere experimentar la alegría desde dentro y no sólo el gusto exterior de poseerlo, es necesario entrar en el mundo de las plantas. Es necesario hacer que la sangre guarde silencio y vivir de su savia. La piel se vuelve una hoja, los ojos, pétalos y los dedos, ramas. Se debe temer los vientos bruscos, desconfiar de las aves, gustar de las caricias de las mariposas y aceptar la complicidad de los insectos.

Si se sabe hacerlo, no queda más que hablarle a las flores. Es muy sencillo, simplemente hay que olvidarse un poco de uno mismo, de nuestros artificios y nuestras palabras, que se echan a volar a la menor duda, que se pierden al pasar una frontera y que, a veces, se detienen ante el corazón de otra persona. Hay que quedarse sin habla y abrirse a la espera de un gesto.

El perfume es el que te hablará primero. Estos soplos en la piel que nunca mienten, que llegan antes que el habla y que permanecen mucho tiempo más que las palabras. La fragancia es un lazo de carne, un trazo de unión y de placer, la esencia de uno mismo.

Cuando hayas sentido estos vínculos con la flor, ábrete aun más y, si quieres todavía más de la vida, tal vez puedas sentir la fecundidad de un grano de polen sobre la lengua...


de Vagabondances

Autor: Paul de Glécy
Título original: Quand on aime un pays…
Traducción: Carlos F. Diez Sánchez

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